Política light y consagración del preservativo
La proliferación de candidatos por todo el país sólo se compara a la acumulación de alianzas electorales sin el menor contenido programático, que los partidos arman y desarman descartando -sin el menor pudor- ética, intenciones y propuestas que puedan, ya no “enamorar”, pero por lo menos motivar un poco a la ciudadanía.
Estos 20 últimos años han concluido por convencer a casi todos los argentinos de que en realidad se vote a quien se vote, existe un solo “modelo”: el del afano, la corrupción y la ineficiencia proposital. Ya casi nadie insiste en que el sistema no funciona, porque la cruel realidad se hace evidente: El sistema funciona perfectamente, y la idea es que siga funcionando de esa manera. La economía internacional necesita excluidos, y por lo tanto en lugar de industrialización son necesarios los “planes”, en lugar de trabajo en blanco, precarización y negreo y, para neutralizar protestas y descontento, estadísticas truchas que nieguen la inflación, la caída de reservas y la destrucción del futuro del país a través de una patria sojera que asegura el curro de hoy y garantiza el hambre de mañana.
En siglos anteriores y hasta 1980, el secreto fue mantener a los pueblos en la ignorancia, a través de la desinformación. La globalización, que estableció un sistema económico perverso determinando la función económica que cumpliría cada región del planeta, trajo también como contrapartida no deseada por el poder la masificación de los medios. Los periódicos, reductos cooptados -salvo honrosas excepciones- por los grandes grupos económicos, fueron superados en su labor de desinformar por las radios independientes de frecuencia modulada de corto alcance, la televisión de cable, internet, las redes sociales. Nada puede ahora ser ocultado.
Esta nueva realidad terminó también por modificar las reglas de juego de la política. El candidato ya no necesita “saber”. No es preciso que conozca de economía, de ciencias sociales, que sepa qué debe hacerse con los recursos naturales, con la industria, con el agro, cómo debe conducirse la política exterior. Para eso están los “asesores”, ejecutivos bien pagados que tampoco saben nada de todo eso, pero pueden indicarle al candidato qué color de saco debe ponerse para “dar buena imagen” en un reportaje donde nos explicará a todos que el país está para la mierda y que sólo con él podrá mejorar, aunque no diga cómo (y aunque nadie se atreva a preguntárselo, porque la mayor parte de los entrevistadores tampoco tienen la menor idea de nada).
Desde octubre de 2014 hasta hoy han surgido en el país más de 400 candidatos a distintos puestos de gobierno, desde presidentes a intendentes de pueblo. Este cronista no ha logrado encontrar una sola nota donde alguno de ellos proponga una idea novedosa y concreta (no vaguedades conceptuales o diagnósticos obsoletos) con miras al desarrollo de su ciudad, provincia o país. Pero lo increíble es que siguen siendo candidatos, y algunos crecen en las encuestas. ¿Por qué?
Una explicación posible es que el “progresismo” que nos han vendido, y que en realidad, -como diría Gramsci- es la aplicación de una economía de derecha explicada por intelectualoides de izquierda, ha logrado modificar en la sociedad la concepción de “lo deseable”. Lo principal, lo indiscutible es el “deseo de ser alguien”. Vieja aspiración norteamericana que en el Norte se traducía –como nos muestran las películas- en un pobre tipo que se consideraba triunfador cuando lograba instalar un almacén propio o adquirir su propio taxi, y que aquí hemos traducido en los 15 minutos de fama berreta de bailar por un sueño en televisión. Así, nuestros políticos han comprendido que pueden ser absolutamente nulos en economía, pero si novian con una mina que esté fuerte y esté dispuesta a ponerse en bolas, tienen garantizadas las tapas de las revistas y horas en los programas de TV más vistos. Nos damos el lujo de tener un candidato a gobernador de la provincia más importante del país que, según dicen, “ya está instalado en la opinión pública” porque se casó con una vedette, aunque nadie tiene la menor idea de lo que piensa hacer si lo eligen para conducir las vidas de trece millones de habitantes. Nada menos.
Economistas, funcionarios, senadores, diputados, intendentes y hasta un vicepresidente, han hecho y hacen gala de su capacidad para “enamorar” a los símbolos sexuales de nuestra intelectualmente paupérrima “inteligentzia” vernácula, señoritas que pasan de auto lujoso a departamento prestado sin solución de continuidad y que ni siquiera se avergüenzan de ello, sino que lo proclaman como si esos “noviazgos semidesnudos” constituyeran el logro mayor en la vida de una mujer argentina.
Esta “consagración del preservativo” como elemento constitutivo del éxito, intimida y desanima a todas aquellas personas que podrían de verdad colaborar en generar un proyecto de desarrollo y crecimiento para el país. Sus pensamientos, sus años de trabajo y estudio son relegados (cuando tienen suerte) a breves exposiciones en ignotos programas de cable a las 3 de la mañana, “porque aburren a la gente” y, al fin de cuentas, “esos temas no le interesan a nadie”. De esta manera, la mayor parte de la población no tiene la menor idea si debe o no impulsarse la minería en el país, si es posible sustituir las energías convencionales (léase gas o petróleo) con energía mareomotriz (¿y eso con qué se come?) como ya se está haciendo en Brasil; si el litio (del que somos el tercer productor mundial) se convertirá en los próximos 10 años en una fuente inmensa de riqueza. “Eso no le interesa a nadie”.
Lo que se ha impuesto es el “discurso del triunfo”. Tal como dijera hace años Eduardo Duhalde, expresidente argentino, “estamos condenados al éxito”. Y si eso es cierto ¿para qué preocuparnos? ¿Para qué debatir los temas que no le interesan a nadie si nuestros dirigentes los manejan tan exitosamente?
Pero no es cierto. Esos temas sí les interesan (y mucho) a todos aquellos que han creado y mantienen esta situación degradante. Los pocos que realmente cocinan el postre son los que se lo comen. Hemos llegado al punto en que, (otra vez) salvo honrosas excepciones, la mayoría de nuestros políticos no luchan por imponer ideas, porque no las tienen, y entonces se conforman con asegurar sus prebendas y sus noviazgos farandulescos. Y nuestras comunidades –para estar a tono- no defienden sus intereses sino su imaginario derecho a seguir bailando por un sueño que –de esta manera- jamás alcanzarán.
Enrique Gil Ibarra Puerto Madryn/13-04-2015