“Y al que asome la cabeza ¡duro con él!”
Ingenuo sería pensar que no habrá cambios en Cuba luego de la “jubilación
institucional” de Fidel Castro. Tampoco es serio afirmar que “ahora todo será distinto porque no está Fidel”. Pero desde luego la ingenuidad es una de las
“virtudes” que más abundan en este mundo loco que supimos conseguir.
Por supuesto, ni tanto ni tan poco es lo que el sentido común indica, apoyado –a veces- en la historia y otras en la racionalidad que explica paciente y reiteradamente – desde hace décadas- a quien quiera escuchar que ningún gobernante/compañero se mantiene en el poder por tanto tiempo si no tiene la mayoría del respaldo de sus compañeros/gobernados.
En fin, lo cierto es que el Comandante ha dicho basta, no a la política, que en ciertos humanos suele ser una infección endémica y en ocasiones mortal pero siempre obligatoria, sino a su rol preeminente en la revolución cubana.
Miami derrocha champán barato, algunos “revolucionarios” del mundo se preocupan, y yo me detengo –una vez más- a pensar en ese viejo de barba cana con errores y aciertos al que tanto puteamos y apreciamos tanto.
Reconozco que nunca pude soportar la dilatación de sus discursos, y que una de las bromas que aún me hace sonreír abiertamente es ese chiste viejísimo que termina con cientos de miles de cubanos cantando: “No, Fidel, no nos gusta la pachanga”.
Para los peronistas de los 70 (y todos saben a qué “lado” de los 70 me refiero), ese anciano hoy encorvado era como un cuadro de Picasso: en ocasiones no lo entendés, pero sabés que igual estás frente a algo que el mundo no olvidará, le guste o no le guste.
La labor de adaptación neuronal que debimos realizar para conciliar los preconceptos peronistas con los presupuestos marxistas fue, no sé si memorable, pero en ocasiones ciclópea (veníamos acostumbrados a mirar con un ojo solo, y descubrimos que teníamos dos). Me dirán que a nosotros, argentinos de pura cepa, nos “tiraba” más el Che, pero en realidad todos sabíamos en secreto que nuestro Ernesto era un apéndice, necesario si, pero no imprescindible. Tal vez, si otro gallo hubiera cantado, se hubiera revelado como indispensable el Camilo, con su sombrerote absurdo y su facha de galán de telenovela latinoamericana.
Si alguno de nosotros no se soñó con melena desgreñada y barba, acompañándolos en la Sierra Maestra, puedo garantizar que Los Tres Mosqueteros y El Conde de Montecristo no se encontraban entre sus libros de cabecera.
¿Será demasiado catalogar de “epopeya” el accionar de los 82 locos que se bajaron de un ridículo barquichuelo llamado “abuelita” para tomar el poder?
Se me cruza ahora (y era muy chico, de manera que la impresión ha sido fuerte) esa imagen de Krushev apaleando su curul con el zapato en plena ONU, y no puedo menos que coincidir con Fernando de Felipe cuando cita a Bourdon y afirma que con el tiempo “quedan menos opiniones y problemas que hombres e imágenes”.
Creo que si, que llega un momento histórico en que cada persona va más allá de lo que fue para convertirse en lo que los otros ven, y sus acciones dejan de integrar el “balance de lo correcto” para sumarse definitivamente a la imagen final que quedará no en las retinas, sino en la memoria de un mundo.
Fidel se ha equivocado en muchas cosas. No me cabe duda que con su carácter obsesivo varios de esos errores deben rondar por estas noches que sin duda, siente como últimas, y piensa inútilmente como nosotros “¿y qué hubiera pasado, si…?”. Supongo que al igual que yo (salvando las distancias, claro) soluciona simplemente el dilema con una sonrisa irónica y recóndita que reservamos para castigar el ego cuando se pone idiota y comenzamos a creer que efectivamente (como individuos) formamos parte de la historia.
Por supuesto, su caso es diferente. La historia ya lo ha absuelto, como vaticinaba, y en ese trayecto inverso ha logrado, privilegio de pocos, una justificación de su existencia.
Quedará, como siempre, la visión dual inevitable de la execración y el mito, la antinomia dudosa “dictador/libertario” de aquel que pregona irracionalmente la objetividad y que, francamente, a mí me importa tan poco como la opinión de Bush.
Todavía me descubro a veces tarareando el fraseo del título que, pensándolo bien, no es más que la expresión de la confianza que, ya entonces, teníamos en ese milagro de una revolución imposible para el planeta, generada por el genio irreductible de un orate que pudo evaluar el desastre del Moncada como la primera experiencia victoriosa de la lucha de liberación cubana.
Los gusanos maiameros –decía-, brindan tontamente. Esa “jubilación política” que tantos ilusos vaticinan no arribará hasta que llegue su último (iba a escribir “cigarro”, pero ya no fuma) paseo meditativo, luego de repasar las líneas de despedida y de futuro para un pueblo que ya imagina cómo conservarlo vivo eternamente.
Porque, como todos sabemos, Fidel se va a morir cuando se le dé la gana a él, y haya puesto su punto final y necesario en el artículo del Granma.
Que en última instancia, las vidas no se opacan con las muertes si se ha ayudado a nacer a tanta gente que descubrió una razón para seguir cantando desde que, hace cincuenta años, “…llegó el Comandante y mandó a parar”.
Enrique Gil Ibarra – febrero del 2008
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