Algunas cosas tienen que ser dichas nuevamente
Posiblemente algunos –muy pocos- de los que hayan leído este título sentirán una sensación de “deja-vu”. De ellos, menos aún sabrán de que se trata: es un descarado plagio que cometo, sin vergüenza alguna, a una nota escrita por Rodolfo Walsh en marzo de 1972.
En ella, Rodolfo decía que no se consideraba ya un novelista y, sin embargo, rescataba para sí el derecho (más bien la necesidad) de reservar un espacio en su interior para esas cosas que son (pueden ser) “útiles” a los demás si se las sabe transmitir. “Si yo encontrara una forma verídica, sincera de sintetizar esa vida y esa experiencia”, escribía.
Por supuesto que lo fundamental de su frase radica en las palabras “verídica” y “sincera”. Porque en nuestro país (quiero soñar que en muchos otros sucede algo similar, aunque sea sólo por mi autorrespeto) hemos establecido una suerte de paradoja juguetona y seguramente inconsciente que nos posibilita exigirles verdad y sinceridad a nuestros dirigentes y posteriormente no darles pelota a aquellos pocos que ejercitan ambas… ¿virtudes?
Por el contrario, denostamos furiosamente a los que nos mienten y -según suponemos y declamamos a los vientos-, aprovechan esas mentiras para robarnos pero, cual gata flora estulticia y putarraca, los votamos para que siempre tengan la oportunidad del polvito del estribo.
Ese eterno “me duele pero no me la saques”, que parece ya una marca argentina tan registrada como “Es producto de la Patagonia”, se reitera y reitera en nuestra historia, lo que nos da, como es obvio, nuevas y siempre frescas oportunidades para seguir gatafloreando sin perder (creemos) la internacionalmente reconocida prestancia nacional.
Como en un TEG interminable, asistimos estoicos a una partida que se reproduce a sí misma, sin aburrirnos y siquiera permitirnos imaginar qué pasaría si pateáramos el tablero sobre el que se arraciman siempre los mismos jugadores. Con idénticos colores en sus fichas y, duele decirlo, con los mismos dados cargados que nosotros les entregamos generosamente una y otra vez, para que los arrojen y, por riguroso turno, se ganen el ¿derecho? de introducir su caballería pesada por el fondo de nuestro país.
Desde las tinieblas del pasado (que siempre es presente en nuestras vidas, diría Cortázar) rebrotan los Figuretis reclamando con aullidos un lugar en el paraíso de los medios, desde el que puedan como ayer ofrecernos leche y miel. Ya deberíamos tener claro que los sagrados alimentos vienen indefectiblemente acompañados de las siete plagas, y finalmente se transmutan en vinagre y sal, pero no.
Aparecen entonces Duhalde, Reutemann, Solá, Rodríguez Saa y etcéteras, en cada situación potencialmente electiva, asegurando como ayer que serán mañana lo que no son hoy ni fueron ayer, circundados por los eternos criticones de farsa (Carrió, López Murphy, Macri) que giran y giran alrededor del tablero aseverando que así no se puede jugar mientras intentan robar alguna fichita que les permita, a su vez, arrojar los dados.
Y aunque parezca mentira, doña, les creemos. Y comentamos sus dichos que, no por repetidos, resultan menos novedosos y no por falsos, menos agradables al oído.
Porque es irrefutable que los argentinos –sobre todo los ateos- creemos lo que queremos creer, sin importar lo que evidencian nuestros ojos. Curiosa demostración de Fe en un dios, como todos intangible, pero invariablemente nacido en un Buenos Aires que le otorga (a dios) omnipotencia e infalibilidad a través de la palabra impresa o teleescuchada.
Es curioso como mínimo que simultáneamente descreamos de aquellos que no nos han mentido nunca y, por eso mismo, ni siquiera les damos la oportunidad de hacerlo: no los votamos. Por supuesto: ¿Cómo –responsablemente- los votaríamos si no los conocemos? Es decir, no sé si queda claro: para que aceptemos conocerlos, tienen que mentirnos primero; les exigimos participar del juego, negociar, corromperse para subir hasta un podio aceptable desde el que puedan ser oídos fuerte y claro.
Y los pocos que se niegan, aquellos que sí se animan a decir cosas que nos suenan duras, intolerantes, ofensivas al oído; los que se atreven a decirnos que no basta con querer, sino que hay que pelear para obtener; los que osan batallarse con quienes no deberían son, como todos sabemos en este país eternamente bendecido por Dios, unos amargos, unos loquitos, los desaforados de siempre, los utópicos. ¿Para qué perder el tiempo escuchándolos?
¿Y dónde quedó Walsh en todo esto? En que algunas cosas deben seguir siendo y siendo dichas, en la esperanza de que alguna vez (alguna vez), las recordemos en el momento de definir a quién le damos los dados.
Enrique Gil Ibarra
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