martes, diciembre 23, 2008

Si, lo confieso

Reconozco que en la nochebuena siento cosas. Que hay pedacitos de magia que todavía (tal vez a mi pesar) conservo en uno de esos secretísimos rincones que poseemos los cínicos, y que quizás atesoramos, si bien vergonzosamente, por no exhibir los jirones de corazón que aún nos cuelgan de un pulmón endurecido por el humo de tabaco negro.

Tal vez sea que, cuando se acercan estos días, me asaltan la barricada las imágenes de la casa de la abuela, en la calle 8 de La Plata, con su umbroso salón (no se decía living todavía) de baldosas rojo oscuro, a donde daban los dormitorios, el baño, la cocina, y el gran comedor que se abría al fondo. Fondo inmenso para mis 6 ó 7 años, con enormes árboles frutales, el gallinero, gomeros que contaban décadas y un milagroso arroyito que lo atravesaba (y que a mí me parecía un río) en el que una vez me sumergí hasta el cuello, sin quererlo y persiguiendo a mi primita. Terrible humillación que me acosó como hasta los doce, y que fue reiteradamente narrada entre risas por mis abuelos y mis tíos, en cada ocasión apta.

Recuerdo claramente la mesa grande, como para treinta, al costado de la que se armaba la otra, más pequeña, para la docena de purretes de la generación más joven. Quisiera creer que me acuerdo, (pero sin duda es una de esas impresiones transferidas verbalmente) de mis padres y mis tíos, antes de la cena, jugando a la monedita contra la pared, y peleando como chicos, mientras todos correteábamos alrededor, sabiendo que el ganador de la contienda repartiría juiciosamente el botín entre nosotros, quienes saldríamos rápidos hacia el almacén del gallego de la esquina (que por supuesto no cerraba hasta las 11) para comprarnos las golosinas, acompañados por los alaridos de mi abuela "¡ni un caramelo antes de comer, mocosos, que no me maté cocinando para nada!"

En la cena, los chicos escuchábamos (hablar era sólo si alguien nos hablaba), pero por si piensan que esa tiranía adulta nos desagradaba, les cuento que en realidad estábamos fascinados por todos los chismes “de mayores” que, en otras ocasiones, hubieran sido objeto de veto, porque había “ropa tendida”.
A las doce se nos dejaba brindar con medio vasito de sidra. Esa la hacía mi tío del campo, que (también) tenía manzanares en sus tierras de Junín, y era un gallego que había llegado a la Argentina con una mano atrás y la otra también (¿a quién le robé esto?) y su fortuna no era producto del esfuerzo y la laboriosidad sino que se ganó DOS VECES la lotería.
No sé si la sidra era buena, pero todavía hoy sigo prefiriendo la sidra al champagne... cómo decirlo... tiene aroma de familia.

Cada una de las hijas (mis tías) y las nueras (mi madre) preparaban algún plato que mi abuela se encargaba de criticar salvajemente, pero a nadie le importaba un corno, porque de verdad que todo estaba rico siempre, y había mucho.
Porque siempre se cocinaba de más en nuestras casas. Claro, era porque se podía, pero me resultaba lindo saber que mis abuelos, en esos días, tenían siempre abierta la puerta principal, para que pudiera entrar el que quisiera. Nunca, jamás, se rechazó a nadie a la mesa, y siempre había dos o tres lugares servidos de más, porque el abuelo decía que "si llega un invitado inesperado (siempre eran "invitados", aunque no lo estuvieran), no es de buena educación hacerlo sentir incómodo mientras se le pone el plato y los cubiertos". Claro, el recién llegado debía sentirse esperado y bienvenido; y cosa curiosa, no recuerdo que nunca quedara un lugar vacío durante la cena.
Pasado el brindis, era el momento de los juegos (porque en mi familia los regalos se abrían el 25 a la mañana -costumbre perdida sin duda por la ansiedad mercantilista de los 90-, cuando todos volvíamos a lo de los abuelos para el vermouth que abría boca al almuerzo) y esa noche se jugaba en serio: dos mesas de póker, una de hombres y otra de mujeres jóvenes y una tercera de canasta o gin rummy para las señoras mayores. Tenía 8 años y ya había aprendido para siempre que el póker era el verdadero deporte de los reyes (a la merda con el turf).

Como a las tres de la mañana, en medio de los licores para las damas y el whisky para los caballeros (mi abuelo tomaba ginebra), llegaba la hora de la política (casi todos los tíos eran radicales de Alem y de Yrigoyen). Fue entonces cuando descubrí frases extrañas como "Revolución Libertadora", "tirano prófugo" y "negro cabecita", aunque era a partir de ellas que el radicalismo familiar se partía en dos, y empezaban a aparecer nombres como "Scalabrini Ortiz", "Jauretche" y "Forja", palabra que en ese momento no podía desvincular del trabajo de un herrero.
Esas discusiones también me maravillaban. No tengo claro si por la reyerta en sí, o porque eran las únicas noches en que los chicos teníamos "piedra libre" y nos dormíamos cuando no dábamos más, en el lugar donde caíamos, sabiendo por experiencia que la mañana nos encontraría en nuestras camas o, en su defecto, en la de algún primo vecino.

El 25 era también el día en que la tía Margot desenterraba de su placard prohibido las pilas de revistas de historietas que constituían su único vicio (además del póker, queda dicho) y nos daba permiso para leerlas "sin ajarlas, sin romperlas", a la sombra de los gomeros, mientras de la cocina iban llegando los olores de perdición que producían mi abuela y Eva, la "criada" (y lo pongo entre comillas porque Eva era realmente huérfana, mi abuela la había criado desde bebé, y por supuesto era "como de la familia”, frase que yo pensaba cierta, aunque desde luego era un tonto inocente en esa época).

Los abuelos murieron pronto, la casa grande se vendió. Hasta mis 14 años, la familia hizo algunos intentos de permanecer reunida, pero los hermanos se fueron mudando, el país cambiaba, el golpe contra Illia había dividido las aguas, y aunque algunos primos mantuvieron vivo el gen del radicalismo furioso, otros fuimos descubriendo muy de a poco que los negros cabecitas eran simpáticos a fin de cuentas, y las fiestas de navidad no tenían el mismo sabor.
Habrá sido casualidad, pero allá por el 69 debe haber sido la última vez que la familia tuvo plenario. Un tímido intento (fracasado) de las mujeres de prohibir la política en la mesa habrá puesto en la balanza demasiados principios, no lo se.
Como es lógico, los senderos se bifurcaron y, como jardín ya no había, cada uno hizo la suya.

Nos hemos encontrado a veces, y somos diferentes. Descontando a los que se murieron de viejos, los que quedamos hoy somos gente mayor de lo que eran entonces nuestros padres, y verdaderamente nos hablamos sin comprendernos.
Sin embargo, muy de tanto en tanto tenemos los silencios, con un traguito y un cigarro y, cuando nos miramos francamente (pocas veces, un poco ladeados, con timidez de extraños) recuperamos una media sonrisa de la que no se habla. Es fugaz, es cierto, tal vez sea sólo un guiño imaginario, pero siempre logré escuchar, muy por debajo, muy suavecito, el ruido de monedas chocando contra la pared.

Saludos. Feliz Navidad

1 Comentarios:

A la/s 5:54 p. m., junio 07, 2009, Blogger Fuenteovejuna dijo...

Un relato en el que descubro muchas familiaridades: la casa grande, la reunión familiar extensa, los primos, la presencia unificadora de los abuelos. Me emocionó mucho leerte, gracias por rescatar una porción de vida y compartirla. Mónica
http://la-memoria-de-fuenteovejuna.blogpost.com

 

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