martes, abril 24, 2012

De los escraches de HIJOS al poder de Videla y Reato

Por Eduardo Anguita

Hace ya 17 años, algunos dijeron: si no hay Justicia hay escrache. Ya no era el poder el que le abría una foja delictiva a un chorrito, sino que eran unos pibes los que dejaban en evidencia a una sarta de criminales impunes.
En la jerga tumbera, mezcla de carcelaria y tanguera, quedar escrachado era quedar fotografiado. Se usaba no sólo para el típico retrato de frente y perfil que abría un prontuario policial, sino también cuando algún reportero gráfico indiscreto dejaba a alguien en evidencia en un lugar donde no debía ser visto, sea un burdel o una manifestación política. Como tantos términos lunfardos, la palabra escrache es el fruto de un largo viaje que atravesaba el Atlántico. Salía desde las incertidumbres de los barcos salidos de Génova hasta los sueños, hilvanados en conventillos de La Boca o Balvanera.
Hace ya 17 años, algunos dijeron: si no hay Justicia hay escrache. Así, se resignificó, sin perder su esencia tumbera, la idea del escrache. Con una cuota de ironía. Ya no era el poder el que le abría una foja delictiva a un chorrito sino que eran unos pibes los que dejaban en evidencia a una sarta de criminales impunes. Hace ya 17 años. Fueron los Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio. Corría 1995 y hacía ya cuatro años que Fernando Niembro, ahora fichado por el PRO, entonces vocero de Carlos Menem, se había apresurado a leerles a sus colegas periodistas alguno de los decretos que dejaba sin castigo a los genocidas. Por entonces, la mayoría de los hijos de desaparecidos –que habían sido criados por sus abuelos o tíos, y algunos de ellos que habían recuperado su verdadera identidad biológica y hacían el tránsito a una identidad más compleja– tenían entre 17 y 21 años. Ellos tenían “filiales” en todo el país. Así que, como reguero de pólvora, muchos de los represores que vivían cómodamente en sus casas empezaron a sentir la incomodidad del aliento de los hijos de quienes ellos torturaron y asesinaron. Lo de filiales no deja de hablar acerca de la identidad. ¿Cuál era la organización madre de esas que eran las descendientes? Pese a que Hijos tenía autonomía o independencia, no caben dudas de que eran el resultado de la lucha de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Es más, muchos de los militantes de Hijos tenían –o tienen– a sus abuelas militando en esas organizaciones.
La mayoría de los pibes que entonces tenían 17 o 20 y salieron a escrachar genocidas, hoy tienen, a su vez, hijos. El lenguaje no es inocente. Tiene muchas más cosas misteriosas y sabias de las que se ven a simple vista. El concepto genocidio recién empezó a tomar cuerpo muy a fines de los ’90 o principios del siglo. Hasta entonces era común escuchar términos como excesos, represión, guerra antisubversiva y otras variantes que no daban cuenta en profundidad de lo que había vivido la Argentina. La etimología es la disciplina que estudia el origen de las palabras y ‘etymos’ en griego quiere decir verdadero, genuino. Y lo verdadero fue que un grupo de empresarios, dignatarios religiosos, jueces y jefes militares decidieron cortar de raíz con una generación de jóvenes que habían probado el gusto de desafiar el poder económico y político. No tenían que quedar rastros de ellos y a sus hijos había que darles una familia que los educara en los (dis)valores de los que mataban a sus padres.
Hoy, esos Hijos que tienen hijos deben provocarles un miedo espantoso a aquellos que planearon el genocidio. No a sus hijos, porque ser criminal no es atribuible a una malformación genética o a una maldición religiosa. Es posible que muchos de los hijos de los genocidas se identifiquen con ellos. Quizá por el dolor de ver a sus padres despojados del poderío que ostentaban, o por tener que visitarlos en una cárcel común. Hubo un caso –quizá más– de una mujer que se presentó al juzgado para pedir que a su padre, preso por delitos de lesa humanidad, le dejaran entrar el uniforme militar, porque ella no podía soportar ir a las visitas y verlo en remera. Y no hay que acusar a los hijos de los genocidas porque la experiencia muestra que los cada vez más procesados y condenados se están quedando muy aislados, aun de quienes los defendían cuando los Hijos iban a escarcharlos 17 o diez años atrás. Es más, la mayoría deben recurrir a los abogados defensores oficiales, porque prácticamente no hay estudios que los patrocinen. En las defensorías oficiales, muchos jóvenes abogados se retoban, no quieren saber nada con tener que ir a escuchar las mentiras de los que tienen que asistir en un juicio. A muchos de los defensores oficiales les produce náuseas ir a visitar a sus defendidos a las cárceles o “estar de su parte” en el juicio. Pero es su deber constitucional. Como lo será para el médico que los tiene que curar o el cocinero que les tiene que preparar la comida.
¿Y qué fue de aquellos muchachos o chicas que por 1995 dijeron si no hay Justicia hay escrache? Muchos siguieron siendo militantes. No pocos de ellos hoy tienen responsabilidades y funciones políticas. De aquel proceso cultural de construir identidad con los retazos de la memoria de sus familias de origen o de los compañeros de militancia de sus padres, pasaron a una identidad colectiva mucho más frondosa: son parte del sujeto colectivo de transformación de la Argentina. En otro escenario, pero haciendo algo bastante parecido a lo que querían sus padres. ¿Y qué querían sus padres? Una sociedad justa, sin explotadores ni explotados. Querían (queríamos) Justicia, Libertad, Soberanía. Estas frases, como tantas otras, pretende resumir en el lenguaje de hace 40 años, lo que motivaba al cambio. Esas frases fueron convertidas en acción, en lucha, en entrega. Y devinieron tragedia. Pero no por mandato divino o por catástrofe natural, sino por el frío cálculo de borrar de la faz de la Argentina a unos cuantos miles de ciudadanos. Era para mantener una serie de privilegios. Se trataba de seguir sometiendo a millones.
OPERACIÓN REMERA. Quien escribe estas líneas leyó El dictador, la biografía del genocida Videla que hicieron María Seoane y Vicente Muleiro. Más recientemente, leyó El golpe civil de Muleiro y El enigma Perrota, de Seoane, entre tanta otra literatura de no ficción que permite entender quiénes y cómo organizaron la matriz del exterminio pensado en clave de genocidio. No se trata de lecturas autocomplacientes. Todo lo contrario, es preciso aceptar una dosis de dolor cuando uno se interna en esos libros. Este cronista experimentó durante años ese violento oficio de escribir sobre la sangre derramada y no es un ejercicio agradable. Pero lo que le falta de placer le sobra de saludable. Algunos dicen que esas lecturas sirven para que el país no vuelva a caer en los mismos errores. Una frase simpática pero un poquito canalla. En realidad, esas lecturas son piezas del rompecabezas imprescindible para reconstruir, no sólo el organigrama de los campos de exterminio, sino algo más trascendente: la matriz del poder en manos de unos pocos dispuesto a defender privilegios. Es decir, con estas lecturas se produce un hecho cultural decisivo: maestros, académicos, jueces, comunicadores, legisladores y, sobre todo, la gente de a pie, puede tomar dimensión de lo que es capaz un grupo de personas que tiene demasiado poder entre manos. Con esas lecturas, miles y miles de personas pueden agregar perspectiva a la conveniencia de un poder que se va repartiendo, a la conveniencia de un pueblo que va participando.
El aislamiento de Videla en la sociedad argentina parecía completo. Sin embargo, un mes atrás apareció la avanzada: el periodista español Ricardo Angoso publicó, en serie, una supuesta entrevista al genocida. Este cronista pudo establecer con precisión que esa entrevista no existió: Angoso, sin avisar que es periodista, se anotó como “amigo” de un represor, Jorge Olivera, y lo visitó en la unidad carcelaria que hay en Campo de Mayo. El mismo Angoso, en diálogo radial con quien escribe, dijo: “Otros militares me facilitaron la entrevista.” La reconstrucción de la escena es así: Angoso estuvo en el patio donde tienen las visitas en común y estuvo un rato con Videla conversando. Sin grabador ni libreta de apuntes. Luego, Cambio 16 publicó algo con formato de preguntas y respuestas que no surgió de ese encuentro. Tampoco los genocidas tienen Internet como para recibir preguntas y contestarlas. Ergo: es un misterio cómo se hizo la entrevista. En cualquier caso, al no desmentirla Videla, debe darse por cierto que hizo suya la publicación. Poco después, como si aquellas publicaciones hubieran sido una suerte de anticipo de la editorial del crimen, el periodista argentino Ceferino Reato publicó un libro que este cronista no tiene interés de leer. Sí ha leído biografías de Hitler de autores con los que no comparte ideas, pero que tienen un valor histórico indiscutido, como Auge y caída del Tercer Reich, del periodista estadounidense William Shirer, quien era corresponsal de United News Services en Berlín. Shirer tiene una distancia con Hitler que le permite, desde una perspectiva muy antisoviética y pro occidental, echar luz sobre muchos aspectos de la Alemania que incubó al hitlerismo. Reato es editor de la revista Fortuna, y esta publicación es como una confesión de la relación entre los intereses económicos y políticos. Tras publicar su libro, Reato dijo que “Videla tenía ganas de hablar” y, como si fuera un vocero del genocida, da entrevistas en las que asegura que “hay listas parciales” de desaparecidos. Reato ya fue vocero de Esteban Caselli, cuando este era embajador en el Vaticano, en la época de la dupla Menem-Ruckauf. El título que eligió para este libro mezcla el Holocausto –“solución final al problema judío”– con la “disposición final” que es la manera técnica de designar la destrucción de residuos peligrosos. El concepto de disposición final sirve para designar a los residuos hospitalarios patogénicos; por ejemplo, tumores, ablaciones, algo que fue seccionado del cuerpo y que va a contaminar, lo cual se quiere evitar.
La voz de Reato, sin embargo, no debe ser prohibida; pero está claro que buscó refugio en la fortuna, no en el sentido de suerte sino de riqueza material. Sus razones tendrá. Por suerte, la sociedad argentina ya no vive los ’90. Antes de terminar, un recuerdo sobre aquella década, de entrega, de distribución regresiva del ingreso y de impunidad. En la edición de la Feria del Libro de 1998, el mismo día en que a este cronista le tocaba presentar el segundo tomo de La Voluntad, se topó con que, a pocos metros, había un stand al que ese mismo día estaba invitado el genocida Miguel Etchecolatz a dar una charla sobre un texto que lleva su firma y que tuvo por título La otra campana del Nunca Más. Por suerte estaban los muchachos de Hijos que habían organizado un escrache y a Etchecolatz se le hizo difícil hablar. Ahora está preso en Marcos Paz, quizá algún otro editor de Fortuna tenga un tema para retomar y Etchecolatz encuentre algún otro vocero para que cuente cómo dio las órdenes para La Noche de Los Lápices, por cierto un muy buen libro de María Seoane.

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal