sábado, agosto 20, 2011

Sobre Moliére, las Sectas, Raspunzel y la indiferencia

Les cuento que me acordaba de Moliére, cuando escribió “Las Preciosas Ridículas”, obra en la que cruel, pero muy talentosamente criticaba a la corte del Rey de Francia. En esa época, mediados del 1600, la sofisticación entre los cortesanos -que desesperadamente querían diferenciarse de “la plebe”-, había llegado a un nivel de absurdidad plenamente representado por el título mencionado. Si bien han pasado muchos años, “preciosas ridículas” sigue habiendo, y cómo. La sofisticación ha vuelto a ser, parece, sinónimo de inteligencia suprema. Pareciera que, cuanto más selectivo es uno, más inteligente es. Si lo pensamos un poco, es una típica actitud de secta. Porque Sectas no son solamente aquellas sociedades más o menos místicas, de las que está tan de moda afirmar que “lavan” el cerebro de sus acólitos. Secta es -no seamos literales- un grupo cerrado de (dos) intelectuales, un conglomerado económico, un club de “fans” de Luis Miguel, una banda “punk”, una Asociación de Enamorados de la Pizza....Y no todas las “sectas” son negativas para el desarrollo humano.

Para distinguir una Secta de una secta, lo principal no son los objetivos, sino el lenguaje. Los Sectarios desarrollan poco a poco un desprecio único, intransferible, incomprensible para cualquiera que esté “por fuera”. Esa actitud, que obviamente protege a La Secta de las integraciones no deseadas, incluye por decantación la subestimación hacia todos los demás. Es decir: si no estás conmigo, es porque no me entiendes. Si no me entiendes, es que eres un tonto irrecuperable. (Jamás se les ocurre a los Sectarios que no son entendidos porque -en ocasiones- la futilidad de sus códigos es tal que parece -aunque no lo sea- irracional. O peor: que la gente “común”, los “tontos” no están mínimamente interesados en tomarse semejante trabajo.

Por supuesto, suele ocurrir que en este triste planeta de valores tan tergiversados, demasiada gente está precondicionada a aceptar su propia (supuesta) estupidez, que no les ha permitido “triunfar” en la vida. Por esto, no es raro descubrirnos votando a un empresario/intelectual/político muy muy rico, porque si-tuvo-éxito-es-que-debe-ser-inteligente. Y el empresario/intelectual/político en cuestión nos lo confirma utilizando trescientas palabras difíciles para informarnos que “hoy hay sol” (porque lo hemos votado a él, claro). Y nosotros, que somos débiles, tontos e impresionables, abrimos la boca desmesuradamente y le preguntamos, tímidos, cuál es “el secreto de su éxito”, e inmediatamente escuchamos que:

“Ha sido el producto de años de trabajo tenaz, la adecuada educación y crianza recibida y, por sobre todas las cosas, una gran capacidad para interpretar las cambiantes realidades del sistema socio-económico y financiero internacional, analizando proyectivamente la información y transformándola en oportunidades tangibles”.

Lo que, en última instancia, expresó mucho mejor y más francamente Quino por boca de Manolito: “Nadie puede amasar una fortuna sin hacer harina a los demás.”

Y lo del empresario se contagia. (Porque la soberbia y la ¿cultura? posmo suelen ser contagiosas) y los intelectuales comienzan a creer que ser “civilizados e inteligentes” no consiste en ser honestos, laboriosos, creativos, justos, generosos, y tantas otras cosas, sino simplemente (¿así de fácil era?) en expresarse lo más peyorativamente posible, informando a quien quiera admirarlos que sus ideas son tan profundas que no es raro que los mortales no estén a la altura. Y así, como modernos Raspunzeles, desde sus altas torres despliegan sus blondas cabelleras para ver quién es el macho que se anima a subir por ellas. Y cuando muy pocos se prenden a las trenzas, refuerzan su primitivo convencimiento de su genialidad, sin entender que los tontos de abajo saben perfectamente que al nivel del piso también se pueden encontrar cabelleras, si no tan largas, rubias y sedosas, igual de agradables para acariciar. Claro que antes Raspunzel se quedaba sola en la torre, y ahora con Internet puede ¿in-comunicarse? con otras Raspunzeles con las cuales puede discutir sobre la mejor marca de champú -esa que los “tontos” no conocen ni pueden pagar- para sus elitistas rizos.

Y conste que reconozco que a veces (a lo mejor demasiadas) desde acá, desde el suelo, uno se pasa de rosca y asume la carcajada de la vaca bobalicona que he mencionado en otra oportunidad pero que, de todas formas, siempre es preferible a la siniestra y dentuda sonrisa torcida (¿siniestra?) del tiburón ombliguista.
Pues en última instancia, mis amigos, sigo convencido de que se puede ser más o menos inteligente, más o menos culto, y eso es sólo una cuestión de oportunidades que no puede justificar el desprecio o la espantosa indiferencia hacia los demás.
Porque como bien decía Jorge Ricardo Massetti: “Quien afirma que puede mejorar el mundo, y no intenta trasmitir lo poco o mucho que ha aprendido, en todo momento y lugar, no es un sabio. Es un hijo de puta”

Que quede claro que cuando hablo de "intelectuales" en el libelo de arriba, no me estoy refiriendo a, por ejemplo, Borges, Vargas LLosa, Cela, el Che o, si vamos al caso, Milton Friedman, (para que vean que no es solo una cuestión de ideología).
Me refiero a lo que podríamos denominar intelectualoides, que creen fervientemente que basta con leer diez o doce libros "difíciles" y hablar complicado para sacar chapa de inteligentes y profundos.

Pero sobre todo, la característica fundamental de estos egocentrados es el desprecio explícito hacia los demás.

Es decir: no me incomoda en absoluto la cultura, ni la sabiduría. Son las dos vías que la civilización -tal cual la conocemos- dispone para continuar. Lo que me incomoda es la fachendosa exhibición de falsa cultura. Podríamos decir que equiparo a los nuevos intelectualoides fashion con aquellos oligarcas de mi país que antaño compraban libros por metro para poder demostrar -con una lujosa y poblada biblioteca intacta- que eran cultos y merecedores de respeto.
Creo que cada uno lleva en sí el germen de su crecimiento. Y en la medida que se lo proponga, crecerá hasta el límite de sus capacidades, sean éstas cuales fueran. Ese esfuerzo hacia el crecimiento es el que -a mi juicio- merece el respeto.

En el mundo hay de todo, y entre ese "todo" hay corderos y lobos. No puedo criticar al cordero por comer pasto, como no criticaría al lobo por comer corderos. Es su naturaleza. Pero hay también gente a la que le gusta parecer lobo, y también aquellos que disfrutan sintiéndose corderos.

PUEDO criticar a los que quieren ser lobos del hombre, pues inclusive ellos pueden cambiar. En cambio, DEBO criticar a los que sueñan con ser comidos, porque ellos permiten que existan los lobos. ¿Me explico?

El desprecio hacia el Otro cercano, por razones que escapan a sus posibilidades (por ejemplo, que sea naturalmente menos inteligente, o de otro color) implica obligatoriamente el desprecio hacia la humanidad como entidad. Y la carencia de integración de la humanidad como organismo conciente de si mismo es el resultado de esta realidad lamentable.

Cuando hablo de Raspunzel y los Sectarios, me refiero a esta nueva estirpe de intelectualoides soft, de clase media alta, sin expectativas ni solidaridades, que acuerdan livianamente que las ideologías y la historia han muerto y que, por lo tanto, sólo resta esperar el Diluvio disfrutando y autoproclamándose la expresión más elevada de la evolución. Cada vez que una nación o un imperio llegó a semejantes conclusiones, fue destruido inexorablemente por los bárbaros, sucios, desgreñados e ignorantes que pacientemente aguardaban a las puertas de las ciudades amuralladas.

Hoy esas ciudades amuralladas se han convertido en barrios cerrados, countries exclusivos, torres de cristal desde donde los nuevos Raspunzeles juegan irresponsablemente con la historia, apostando que la tragedia no existe. Y los bárbaros actuales son aquellos -hermanos nuestros todos- que desde abajo, siempre desde afuera, los observan, pacientes, aunque cada vez mas sucios, más ignorantes, y mas hambrientos.

Me indigna reconocer en mí la comodidad que critico. Y me subleva observar que la historia parece estar a punto de repetirse, aunque ya no como comedia, mientras los hijos de los que siempre han tenido cosas juegan a imaginarse invulnerables, porque: "si ya no hay historia, ni cambios, no hay nada por lo que valga la pena molestarse, excepto uno mismo".

Pero, o mucho me equivoco, o ellos descubrirán de la peor manera que los que los miran desde afuera no piensan igual. Para los excluidos, la historia ni siquiera ha comenzado. Ni saben que ha existido.
Creo que la labor de la verdadera intelectualidad es desarrollar un nuevo sistema de pensamiento/acción. No es cierto que hayan muerto las ideologías. Han fallecido los intelectuales que las pensaron, y los poderes han generado falsos intelectuales incapaces de imaginar nuevas.
La regeneración de una ideología del compartir y respetar es tan imprescindible como la comida de todos los días. Tal vez podamos evitar que las puertas de los countries –y las calles de las ciudades- tengan cada vez más guardias armados. Porque, de todas maneras, ningún ejército será suficiente si los bárbaros deciden dejar de ser corderos.

Aclaremos: para mí la violencia no es el resultado de la ignorancia, sino de la desesperación, y desde luego, idealizar (no sólo a los violentos, sino a cualquiera), se enmarca también -a mi modesto juicio- en la tontería infinita. Pero tal vez el problema en esta cuestión sea que siempre nos ubicamos en uno u otro de los extremos: o “violentos” a ultranza, o “pacifistas” de la otra mejilla. Y como dice Heredia, en el mundo hay (afortunadamente) grises de infinitas intensidades.
Generalmente sólo mencionamos como “violencia” el terrorismo, el asesinato, la violación, las golpizas familiares, y no los despidos injustificados, la humillación clasista, el egoísmo, la indiferencia hacia el otro, la subestimación racial. Probablemente porque, si bien ninguno de nosotros sea (creo) un violador, terrorista, golpeador o asesino, sí podríamos muchos de nosotros encuadrarnos en alguna de las otras categorías más “suaves”.

Porque, en última instancia, aún no he conocido a nadie que de sí mismo opine que es una mala persona y, no obstante, ¿creemos realmente que el mundo en su mayoría está compuesto de gente buena?
Si la respuesta es "SI, POR SUPUESTO, LA MAYORIA DE LA GENTE ES BUENA", entonces se imponen algunas preguntillas:

a) ¿Es bueno aquél que en la calle observa un robo y mira para otro lado "porque si te metés, capaz te matan a vos"?

b) ¿Es bueno el que observa pasivamente un despido en su trabajo y no se solidariza con su compañero porque “uno tiene familia que mantener”?

c) ¿Es bueno el que se enorgullece de colaborar con los pobres y dona ropa en desuso, o da limosna, pero no comparte lo que REALMENTE le dolería compartir?

d) ¿Era bueno ese casi suegro que una vez tuve, escapado de Hungría durante la guerra, de religión judía y -según él- ABSOLUTAMENTE IGUALITARIO Y ANTIRRACISTA que le cortó los víveres a su sobrina porque se le ocurrió -horror de horrores- noviar con un NEGRO?

Pongan los ejemplos que quieran. Si somos honestos con nosotros mismos, veremos que la mayoría de las veces somos buenos cuando ello no nos cuesta un verdadero sacrificio. “Porque -justifica Pepa- no es cuestión de ser héroes, sino sólo humanos”.
Pero sí es cuestión de ser héroes.

Y mártires si es necesario. Que no otra cosa es ser seres REALMENTE HUMANOS en esta época. Porque de lo contrario, todas las declamaciones sobre la bondad y la no violencia son agua de borrajas.

Si veo el dolor, y sólo me compadezco, ayudo a causarlo.
Si veo el hambre, y no comparto mi pan, (aunque tenga poco) soy el hambreador.
Si veo a un señor (violento) golpeando a una mujer y no intervengo, aunque ello signifique agarrarme a las tortas, yo también estoy golpeando.

La única diferencia es que puedo justificarme y decir, muy suelto de cuerpo: yo no fui. Pero sí habré sido.
Porque los gobiernos contra los que protestamos los elegí yo.
Porque las armas que critico yo las pago.
Porque la contaminación que tanto “me duele” la incremento CADA VEZ que tomo una lata de Coca-Cola (aluminio) o cuando lavo los platos con detergente, o cuando me pongo esa camisa que tanto me gusta, pero que, como es de tela sintética...

Todos parloteamos sobre un mundo en paz. Convivencia sana. Consumo ecológico. Equitatividad, justicia, ética, amor. Pero para cambiar algo, hay que partir de lo QUE ES, no de lo que NOS GUSTARIA QUE FUERA. Y tener siempre presente aquella puta estrofita que decía:

“hay que cambiar el viento
como la taba,
el que no cambia todo
no cambia nada”


Creo que la realidad, aunque no me guste, consiste en esta definición de convivencia: "el nivel de violencia entre individuos admitido como normal por una sociedad civilizada".
¿Pues no es violento encarcelar a un individuo por cinco, diez o veinte años? ¿Creés que va derechito al canuto voluntariamente? Ah, me dirás: pero si es un asesino..... es justo. Claro que es justo, pero es violento. La única diferencia entre mandarlo preso y el ejemplo del que mató al asesino de su hermana es que la sociedad (nosotros), hemos elegido que esos menesteres desagradables los hagan otros (policía, ejército, juzgados), y les pagamos por ello, y somos entonces ciudadanos amantes de la Ley.
Y de esa manera nosotros podemos seguir sintiéndonos limpios de pecado y culpa. (Yo no fui, yo soy bueno, yo soy pacífico). Y en verdad de verdad, no hay otra manera de hacerlo.

Pero existe una importante diferencia entre ser concientes de que somos parte del problema o pensar cómodamente que el problema siempre son “los otros” que, claro, son TAAAAAN malos....

Y mientras ser pacífico signifique quedarme sentado mirando como suceden las cosas que hacen los “otros”, los “malos”, y regodearme en mi “bondad”, le estaré pegando a la viejita, robándole el pan a los chicos, bloqueando a Cuba, coartando la libertad de prensa dentro de Cuba, invadiendo Irak, formando escuadrones de la muerte en Colombia, masacrando indígenas en México, aplaudiendo a Piñera en Chile, asesinando concejales en España, vendiendo heroína en Harlem, poniendo gas venenoso en el metro de Tokio y violando a tu hermana.

Pero, claro, nadie se dará cuenta. Ni yo mismo.

Enrique Gil Ibarra

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