La Ley del hambre
Por Guillermo Marín*
Comer de la basura es aberrante. Treparse a una montaña de desechos industriales dentro de la planta procesadora del Ceamse (se calcula que más de quinientas personas, entre ellas mujeres embarazadas y niños, comen diariamente de esos despojos –informe de Clarín en su edición del domingo 13 de febrero-), para obtener desperdicios de supermercados o de fábricas procesadoras de alimentos, es irracional. Comer de la carroña es una condena brutal.
Y no sólo a la salud: lo es a la condición humana. Lo que a los ojos de muchos es repugnancia, para unos cuantos es almuerzo o cena o viceversa.
En 2001 hubo un atisbo de luz sobre esa realidad que carcome cualquier lógica (paradoja si las hay): el hambre de miles de argentinos. El entonces diputado José Luis Fernández Valoni, de Acción por la República, presentó un proyecto de ley donal (o del buen samaritano) que favorecía las condiciones necesarias para que las mercaderías excluidas del mercado de consumo pudieran ser donadas a bancos de alimentos.
Pero la política, esa desprejuiciada que muchas veces se deglute a sus propios hijos, conspiró contra la norma: en 2004, el Poder Ejecutivo Nacional vetó su artículo 9, que eximía a las empresas donantes de toda responsabilidad ante posibles daños como consecuencia de sus donaciones. Pero sin duda, lo que avergüenza de todo este sin sentido es que muchas de esas voces que propusieron modificaciones a la ley, siguen engordando su patrimonio a través de sus dietas legislativas, y acaso jamás hayan pisado el inmenso basural ubicado en el municipio de San Martín. Lo que choca, es que países como México, Italia o Estados Unidos cuentan con leyes que incentivan las concesiones, es decir, sus ayuntamientos disponen de un marco legal que posibilita sistematizar los donativos. Y entonces no es obvio asumir que todo lo que se diga sobre el hambre en la Argentina sea en vano. Definitivamente no.
De sólo pensar que toneladas de comestibles (unas 500.000 raciones diarias, según la Red de Bancos de Alimentos) son desechados por fallas en los envases o porque están próximos a las fechas de vencimiento, duele. Lastima la segregación tácita a la que son sometidos cientos de niños que mueren irremediablemente de desnutrición en un país (se ha dicho hasta el hartazgo) experto en abundancias y derroches.
Si bien en 2004 las donaciones provenientes de más de 60 empresas del rubro alimenticio superaron las mil toneladas de comestibles entregados a diversas instituciones y ONG´s, siete años después, todo indicaría que más de la mitad de las compañías dejarían de donar por la falta de un cerco reglamentario y efectivo que las proteja. Sin embargo, según la Red Internacional Solidaria en Argentina (RIS) “Con o sin resguardo legal, y más allá de la responsabilidad social, para las empresas resulta de utilidad la entrega de esos alimentos que ya no pueden comercializar. No sólo porque evitan asumir los costos de la destrucción de los productos, sino que además pueden deducir esas donaciones del impuesto a las ganancias”. En ese sentido, las reglamentaciones son claras: toda sociedad comercial que realice donaciones en dinero o en alimentos puede reducir las obligaciones tributarias hasta en un cinco por ciento. Por supuesto, siempre y cuando las contribuciones beneficien a entidades civiles o a fundaciones reconocidas por el fisco. De todos modos, el veto del artículo noveno de la Ley 25.989, deja trunca una de las patas fundamentales de la norma, cuyo espíritu se centra en incentivar la ayuda a los que menos tienen. Lo que en un principio se pensó como una medida tutelar, trocó en un código herido de muerte que arrastra el grillete del hambre.
Hipótesis periodística: las donaciones sistemáticas y reglamentadas de comida a las familias aborígenes de la provincia de Salta, hubiesen evitado la muerte reciente de ocho bebés. Tal vez. Lanzada así de golpe, la conjetura parece dar en el blanco, pero hurgando mejor en los múltiples factores que recaen sobre esa crudísima realidad, no hace más que afianzar la asombrosa liviandad con la que serpentea la voz oficial: la culpa es de los padres de las víctimas que no las llevan al hospital. Arrojada así de golpe, la sentencia gubernamental no es más que restos de comida botada a la basura. Con todo, sigue pareciendo absurdo que en un país donde la desnutrición infantil aun no tiene estribo (según la consultora Equis, tres de cada diez niños argentinos viven bajo el nivel de indigencia, es decir, no reciben las calorías necesarias para realizar "movimientos moderados"), tanto comestible recuperable siga engordando las inmediaciones del Ceamse. Y el mal menor, ante un Estado ausente, se presenta como una diáfana alternativa, una bisagra chirriante ante tanta calamidad. Como sea, es preferible alimento donado en bolsas sin leyendas, que depositado sobre un fango orgánico pestilente, en ese pomposo banquete para roedores donde lo único que importa es que sobren las sobras. Porque el miedo de esa gente que vive de la escoria de una ciudad indiferente se centra en algo que a primera vista resulta inverosímil: la clausura de esa cloaca a cielo abierto. Por suerte, o por mera fatalidad, el veneno de aquella bastedad multicolor, seguirá destilando chorreadas de podredumbre para los menos aptos, para los sin nada, para los sin nombre.
*Periodista y escritor
desechosdelcielo@gmail.com
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