Pogrom
Por Alicia Dujovne Ortiz
Cuando yo era chica, mi madre, bolche si las hubo, solía referirse a un misterioso personaje llamado “pequeñoburgués”. A juzgar por el rictus de sus labios, el tamañito del personaje no la enternecía para nada. Además, la mención del pequeñuelo iba siempre acompañada por la palabra “prejuicio”. Un montón de cosas que a mí me encantaban eran desechadas categóricamente por formar parte del “prejuicio pequeñoburgués”. Con el correr del tiempo tuve por fuerza que admitir la existencia real del enanito, y comprender, de paso, que su pequeñez no sólo se relacionaba con su bolsillo, menos abultado que el del gran burgués, sino con las dimensiones de su cerebro. No es que la gran burguesía no tenga cerebro de mosquito, sino que el del pequeñoburgués se empequeñece en la medida misma de su terror a que los haberes se le reduzcan todavía más, y a pasar de medio o cuarto de burgués a pobre entero. La definición del pequeño burgués y de su prejuicio podría justamente ser: alguien con miedo.
¿De qué? De que el diferente no se le vaya a convertir en semejante o, más bien, de que él no se encuentre de buenas a primeras convertido en otro: pobre, negro y feo. Y maloliente, ya que estamos. Cuando Jacques Chirac quiso congraciarse con la mayoría de pequeñoburgueses prejuiciosos que integra su país, aludió a “los olores” de la inmigración. Lo mismo ha hecho Sarkozy con los gitanos, obteniendo como compensación un 60 por ciento de opiniones pequeñoburguesas favorables, y lo mismito, para decirlo en boliviano, acaba de hacer Macri.
La falta de ternura de mi madre hacia el personajito de marras se basaba en cierto conocimiento de la historia. ¿Cómo se arma un pogrom? Atizando el miedo de los pequeños y, créase o no, su envidia: ese judío ropavejero tiene más plata que yo, a ese negro de mierda lo ayudan con planes y a mí no. Siempre hay un Zar o un Führer que echa leña al fuego y siempre los punteros por ellos enviados con el objeto de excitar al pequeñoburgués encuentran las palabras justas para que el temeroso y/o envidioso, en general buen muchacho, buen padre y buen amigo, se vuelva criminal.
Como uno, lo del buen muchacho, un poco se lo cree, la imagen de la policía y de los barrabravas masacrando a miembros de una de las comunidades inmigrantes más solidarias y laboriosas de la Argentina me impresionó menos que la de los honrados vecinos envueltos en la bandera argentina, como durante la Guerra de la Soja. Que hay violencia organizada lo sabemos, pero calibrar la potencia generadora de esa violencia, su capacidad de avivar la que hasta ahora había permanecido en estado latente en el interior de las vísceras pequeñoburguesas ya cuesta más. Si con alguno de los actores de este drama me identifico, aparte de los bolivianos industriosos, es con el médico al que le dio un ataque al corazón cuando le bajaron al pibe herido de la ambulancia con la pretensión de fusilarlo en tierra. Semiataques a menudo han sabido darme cuando los choferes de taxi me prometían cortar a los negros a rebanadas o, solución final, proponían coserles las trompas a las negras para que no siguieran pariendo, pero una cosa es palpitársela y otra verla.
Lo único que me consuela es que a los bolivianos los conozco. Los conocí antes, mucho antes de que vinieran a sembrar los alrededores de nuestra ciudad, trabajando de sol a sol y llenándonos la vida de plantas y verdura barata, lindas santarritas, zapallos cortaditos con paciencia ancestral (el Conurbano tendrá la napa contaminada, pero igual, para ellos, plantar sobre la tierra negra, viniendo de la luna cenicienta en la que han nacido, es un regalo divino). En los años cincuenta viví de cerca una de las primeras revoluciones latinoamericanas, la del MNR que hizo la reforma agraria en tiempos de Paz Estenssoro y Siles Zuazo. Esa revolución se vino abajo como tantas, pero fue entonces cuando aprendí a admirarlos. Si la definición del enano blanco, también llamado pequeñoburgués, es la de miedoso, la del indio o el cholo boliviano es la de resistente. Un pueblo que ha durado desde el Incario manteniendo el sentimiento comunitario no es tan fácilmente expulsable como lo creen nuestros esforzados patriotas cubiertos de azul y blanco (colores a los que amo demasiado como para que verlos usados para eso no me dé grima). Basta observar a las familias bolivianas distribuyendo sus guisitos de toldo en toldo, o reunidas en círculo y guardando una distancia respetuosa en torno de la viuda de un asesinado, para entender que ese Parque Indoamericano de nombre premonitorio acabará por ser suyo.
Mientras tanto, hemos asistido a nuestro primer pogrom. La Semana Trágica tampoco estuvo mal, pero los que quemaban barbas de judíos eran militantes nacionalistas y niñitos bien. Estos honrados vecinos de los monoblocks de enfrente se hallan lejos de ser pitucos, no están afiliados a nada, no tienen ninguna ideología, salvo la de aferrarse con uñas y dientes a sus bienes y defenderlos de su enemigo, el negro. Es por eso que marcan territorio meando alrededor, lo cual no torna más fragante la historia.
En cambio puede que la torne más peligrosa: tampoco la baja clase media alemana de los años veinte comenzó por tener ideología; lo que tenía era bronca, desazón y, es claro, miedo. Esta que a nosotros nos ha crecido como un grano, como una excrecencia, esta que traiciona la memoria del abuelo, el que llegó con el monito al hombro, se ha desnudado en público, o, como dicen los psi, ha pasado al acto. Su racismo primario, sus dos dedos de frente y, digámoslo con dolor y temblor, sus evidentes ganas de aplastar cráneos la convierten en una excelente materia prima puesta a disposición del que la quiera usar. Por lo visto, alguien quiere.
Concluyo estas líneas con un sentido homenaje (o un feminaje, para no emplear una palabra que no me corresponde en vista de mi sexo) a la extrañada Silvia Bleichmar que, refiriéndose al jefe de Gobierno porteño, escribió con sencillez: “Esto es El huevo de la Serpiente”.
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