Fútbol y campos de exterminio
Por Rodolfo Yanzón*
Está a punto de comenzar el Mundial de fútbol en Sudáfrica, y en la Argentina nos veremos, una vez más, frente a los televisores esperando cada partido. Algunos dejarán transitoriamente el trabajo y otros, que no lo tienen, dejarán de buscarlo, o lo que estén haciendo, para ver a sus equipos, con amigos y familiares, y seguir cada día pendientes de las selecciones. Regresarán a sus quehaceres con la alegría o la desazón de los resultados.
Mientras tanto, acaba de declarar por videoconferencia Mario Villani, sobreviviente de cinco campos de exterminio de la última dictadura. Fueron cinco horas en las que hizo un recorrido por los lugares en los que estuvo secuestrado desaparecido y mencionó a muchos compañeros y compañeras de cautiverio, la mayoría de ellos trasladados hacia la muerte y la desaparición. Reconoció uno por uno a los imputados y contó experiencias vividas con cada uno de ellos. Reflexionó sobre lo que significaba estar en uno de esos campos y demostrar solidaridad para con el compañero, o dolor ante la tortura sobre otros, o llorar en cada traslado a la muerte.
Los represores buscaban que los cautivos quedaran reducidos a la despersonalización más absoluta, a la denigración de todo lo humano. Demostrar lo contrario era no acatar la vida que se les imponía. Los dueños de la muerte exigían indiferencia, que el secuestrado sólo se ocupara de lo que se le había encomendado o de su propio destino. Nada más allá de la propia persona debía importar. La experiencia de los campos se reprodujo como un modelo de persona a seguir en la vida cotidiana. La vida de los campos como manifestación más acabada de que lo que se perseguía exterminar no eran solamente personas, sino lo que los lazos sociales representaban. Contó cómo, estando en el campo de exterminio conocido como El Banco, durante el Mundial de 1978 los represores pusieron una televisión para que los cautivos mirasen los partidos de fútbol.
“No estaban siendo bondadosos entre tanta crueldad. Querían mostrarnos aquel mundo del que habíamos desaparecido, cómo podíamos ver un partido, como aficionados de fútbol que éramos, y luego regresar a la capucha, a las torturas, a los golpes, a las vejaciones permanentes”, dijo Villani. Detenía su relato y cerraba los ojos. “No sé si ustedes pueden ver el nudo que se me hace en la garganta. Para contar todo esto tengo que volver a entrar en el campo. Y luego, cuando termine esta declaración, tengo que volver a salir para continuar con mi vida. Les aseguro que no es nada fácil”, compartió con la audiencia que escuchaba en la sala de Comodoro Py.
En el juicio oral por el campo de exterminio ESMA, pasaron testigos que, como Graciela Daleo y Elisa Tokar, contaron cómo los secuestrados escuchaban los goles en el estadio a metros de ellos, y cómo los represores festejaban el Campeonato Mundial de 1978. “Decidieron subirnos a un auto para salir a festejar. Estando secuestradas nos encontramos dentro de ese auto rodeado de miles de personas que gritaban ‘¡Argentina, Argentina!’, dijo una de ellas, que pensó en esos momentos en gritar ‘estamos secuestradas’.
De inmediato cayó en la cuenta de que nadie haría nada por ellas, nadie creería esas palabras. Miara, Guglielminetti, Rosa, Uballes y el resto de los que están siendo juzgados, van a poder mirar los partidos del Mundial. Seguramente, Villani también los verá, al igual que la mayoría de nosotros. Algo cambió, aunque todavía se desconoce cuánto. Aún no se puede percibir de qué modo la sociedad argentina está elaborando su dolor, su miedo, su silencio, su cobardía y su complicidad.
Que el Seleccionado haga un buen papel en este Mundial es el deseo de muchos. Cuántos podrán meterse, aunque sea mínimamente, en la piel de quienes, una y otra vez, tienen que regresar a los campos para traernos a los que hoy no están y brindar testimonio. La existencia de estos juicios y los testimonios de familiares y sobrevivientes son un logro que los argentinos debemos resaltar.
*Fundación Liga Argentina por los Derechos Humanos
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