Tu quoque, Bruto…
“Un espanto, mire, vea. ¿Le parece que es posible que yo, que soy honesto y me gané la plata trabajando tenga que vivir encerrado en mi country, blindar mi 4x4 y mandar a mis hijos al colegio en el Mercedes con chofer y custodia?”
“¿Le parece justo que después de veinte años de entregarle mi vida al entretenimiento de la gente, de jugarme entero en la televisión, de construir mi empresa ladrillo sobre ladrillo, de darle trabajo a la gente, no pueda disfrutar en paz mi dinero bien habido?”
“¿Usted cree que nos merecemos esto? ¿Porqué nadie hace nada para protegernos, para cuidarnos?”
Póngale la firma que quiera. No es preocupante, a decir verdad, que los “famosos” –tanto imbéciles como lúcidos- atiborren las pantallas protagonizando brotes paranoides y exigiendo mano dura. Porque después de todo, son famosos. Forman parte de la caterva de supuestos inocentes mediáticos que afirman no meterse en política pero desde hace décadas vienen sustentando este capitalismo salvaje, desigual y deshonesto con su silencio, con su tergiversación, con su ocultamiento cómplice o con el aprovechamiento descarado de prebendas y sinecuras.
Marcelo, Mirta, Moria o Susana, se’gual. Para ellos, la inmoralidad de la miseria se ha convertido en una costumbre tan arraigada –y tan necesaria- que la consideran decencia.
Los billetes apilados en las cajas de seguridad han conseguido generar en sus neuronas un vallado protector e infranqueable, que les impide –a Dios dan gracias- relacionar algunos cientos de countrys, miles de 4x4’s y Mercedes con custodia, colegios privados y empresas construidas a fuerza de decretazos benefactores, con hambrunas, desocupación, analfabetismo, drogas duras y violencia mamada desde el biberón escaso y mugriento.
Por supuesto que ellos no son culpables. Sólo co-rresponsables. Por omisión o desidia, eligieron aceptar un mundo injusto y terrible y obtener de él el mejor provecho posible. Triunfaron en ese mundo, y no es su culpa si estar entre los pocos que ganan implica desentenderse de los muchos que pierden. Como diría Mirta, “cuando te ven mal, te maltratan” y nadie quiere ser maltratado. Ellos supieron evitarlo.
Pero insisto: no son ellos los que me preocupan, sino los otros. Los miles de gansos aquiescentes que el 18 próximo estarán en la Plaza, tratando de sacarse la foto con semejantes ídolos. Los que se ufanarán luego en La Paternal o en Flores, contándole a los chochamus del bar de la esquina que estuvieron con Tinelli pidiendo la pena de muerte.
Me asusta mi suegra, maestra de toda la vida, o mi cuñado, ingeniero electrónico, que no van a la Plaza pero lo miran por TV, y sin duda se sentirán solidarios con tantos miles de acorralados y aterrorizados ciudadanos.
Me estremecen aquellos cientos de miles de opinantes irreflexivos que no tendrán nunca nada de valor para ser robado, pero que se identifican ciegamente con un reclamo hipócrita y falsario que exige la muerte para defender la propiedad. No comprenden que su aprobación maquinal no sólo los hace menos dignos como individuos, sino que ayuda a justificar la riqueza indefendible y ofensiva, el insulto exhibicionista en un país donde poseer una casa modesta, un auto usado, un trabajo pasable, parece un logro inalcanzable para el 50 por ciento de sus compatriotas.
Todos ellos le exigen al Estado que mate. Ninguno de ellos se animaría a matar. ¿Qué podría criticar este cronista de un padre -herido por la pérdida- que decide eliminar por propia mano al asesino de su hijo? Pero ¿qué tiene que ver ese padre con otro que sale a pedir llorando por televisión que alguien haga lo que él no se atreve a hacer?
Aunque las estadísticas afirmen que la Argentina es uno de los países más seguros de América. Aunque desmientan de forma categórica que la violencia no es un “atributo natural” de la pobreza, sino resultante de una moral social distorsionada y enferma y, como tal, afecta a todos en distintas formas (1). Aunque se les asegure que la mano dura nunca ha solucionado nada en ningún país del mundo. Ellos seguirán negándose a entender que su misma condición de “bienpensantes” es la que los convierte en víctimas potenciales.
Porque es esa indiferencia, ese pecado de omisión, esa mirada neutra y vacía que mantienen ante la desgracia ajena, la que los hace enemigos, odiados, los trasmuta en rubios, altos y de ojos celestes, aunque sean hijos de un cetrino peón siciliano o un carretero de Castilla cortón y morrudo.
Ellos, los que no son famosos, van a Plaza de Mayo sin poder creer que la injusticia está de su lado. No son ricos, y piensan que eso los absuelve. Lo triste, lo verdaderamente preocupante, es que no pueden reconocer que, para la otra miserable mitad de la población, su verdadero pecado –mortal- es no ser pobres.
Enrique Gil Ibarra
(1) No es moralmente diferente la violencia del chorro pobre que mata en medio de un robo, que la de un joven de clase media que atropella a alguien circulando a 180 kilómetros por hora.
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