24 de marzo: treinta años es un montón de tiempo
Treinta años es un montón de tiempo. Alcanza para olvidar, para resignarse, para arrepentirse, para pensar en lo que no fue. En fin, para hacer lo que hace casi todo el mundo.
A veces me pregunto qué nos pasa a nosotros. Qué lealtad extraña (tan fuera de moda), nos impulsa a continuar ejercitando la diferencia. Qué nos obliga a repetir, año tras año, el recordatorio, el mismo grito de batalla –que no es otra cosa- e insistir en que aquí estamos, y aquí estaremos.
Treinta años el 24. Mi televisor (el de todos) era en blanco y negro, las minifaldas eran un logro estético incomparable, aunque estuviera prohibido auscultar cercanamente a las compañeras, y las certezas eran incuestionadas.
No sé porqué le otorgan, después de 30 años, tanta importancia al 24. Hubo días más terribles. No tengo claro si no sería mejor instaurar “el día de la dictadura”, “el día de la memoria”, o algo así.
Es un símbolo, tan sólo eso. No sirve para nada más. Como el 22 de agosto, como el primero de mayo. Símbolos de muerte si solamente se usan para decir “qué barbaridad”, o, más audazmente, gritar “asesinos” y después regresar tranquilo a casita custodiado por un cana de la democracia.
Ayer comentábamos con un compañero sobre la ingente cantidad de personas que van a recordar este 24. La mayoría no tiene nada que recordar, y no es por una cuestión de edad, porque eran creciditos en ese momento. Debo reconocer, sin embargo, que afrontan su vergüenza con una cara de piedra.
“Si en esa época hubiéramos sido tantos, no nos hubieran ganado”, me dijo. Es cierto. Y es curioso pensar como en democracia resulta tan fácil reivindicar actitudes que se criticaron en dictadura.
Es angustiante ver cómo nos han convertido (los han convertido) en héroes, en “gente admirable” pero extraña, “equivocada en el método” pero honesta, “jóvenes irreflexivos” pero valerosos hasta el punto de “dar la vida”. Las pelotas.
Ni admirables, ni equivocados, ni irreflexivos. Y, si vamos al caso, tampoco “especialmente” valientes. Honestos, si. Extraños, como todos. Leales a una idea, por supuesto. Y si una idea como ésa no alcanza para arriesgar –nunca “dar”- la vida, nada alcanza. Héroes, de ninguna manera.
Leí por ahí que los sobrevivientes también son héroes y heroínas. Los que se exilaron, por aguantar el desarraigo. Los que después volvieron, por soportarlos a Alfonsín y a Menem. Los que no militaron, por llevar la cruz de tanto dolor sufrido por otros. Los que miraron para otro lado, porque “les mintieron”. ¡Puta que es simple repartir blasones! ¡Carajo, si hubiera sabido que era tan cómodo justificar la existencia, no habría militado nunca!
Me tiene podrido el “heroísmo”. Paradojalmente, nos/los rebaja a nivel moral, nos/los convierte en marcianos. Mierda, estoy harto de reiterar que eran gente común. Que éramos como vos, que dejes de usarnos como excusa -“ejemplo irrepetible”- para no hacer nada.
Curiosamente, conversando con algunos de los que estuvimos y quedamos, coincidimos en que en verdad el 24 de marzo no nos mueve un pelo. Si lo conmemoramos, lo hacemos más por ustedes que por nosotros, en un intento, quizás fútil, de impedir la indiferencia.
Pero… ¿Nunca se te ocurrió que recordar así, de esa manera innocua, puede ser un obvio recurso para el olvido?
Ahora el 24 de marzo será feriado. ¡Caramba, como el día de la Virgen! En cinco años más, los chicos lo van a aprovechar para ir a noviar al rosedal de Palermo, o de picnic al Tigre.
Algunos no queremos olvidar, porque prometimos llevar a los caídos con nosotros hasta la victoria. Para eso no alcanza con un 24 de marzo.
No se. Para mí es un día más. Tal vez un día más triste que otros, pero igual de válido o no para preguntarme, como todos los días, si sigo haciendo lo correcto.
Y con los que ya no están, brindo silenciosamente –soy su familia- cada 24 de diciembre, convencido de que harían lo mismo por mí.
Enrique Gil Ibarra
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